lunes, 22 de marzo de 2010

Villafría. Capítulo IV. Ignacio del Viejo Macfly


 
La extraña pareja siguió al grupo guiado por Alterio Riip, con mucho cuidado de no ser descubiertos, agazapados entre los arbustos del sendero. El paso de los músicos cadavéricos era lento, tan lento que Javier quiso aprovechar la situación para obtener información de Gabriel, porque había mucho que aclarar y aún no sabía nada:

 
- Ahora dime todo lo que sabes.

- Está bien chaval, tú ganas. Primero te explicaré por qué me suicidé y por qué dejé esa nota. Corría el año 1985 y yo disfrutaba de una vida envidiable. Tenía una mujer hermosa y cariñosa, dos hijos estupendos, una gran casa, dos coches, todo era perfecto, tan perfecto que me asfixiaba. Tenía todo lo que se puede esperar de la vida y aun así no era feliz. Sentía una aplastante apatía que me consumía por dentro. La rutina del hogar, del trabajo, veía cómo la vida pasaba ante mis ojos sin esperar nada nuevo de ella. Acudí al psiquiatra durante un mes hasta que me di cuenta de que lo que realmente requería no era a un matasanos chupacuartos. Necesitaba nuevas sensaciones, experiencias que me hicieran sentir que estaba vivo y, paradójicamente encontré la solución en la muerte.

- Todo eso está muy bien pero, ¿por qué esa nota?

- Tranquilo chaval, todo a su tiempo, ahora tenemos que avanzar un poco, se están alejando.

 La peculiar banda ambulante había avanzado unos cincuenta metros, por lo que no tardarían demasiado en alcanzarla. Gabriel y Javier salieron de su improvisado escondite y reanudaron la marcha a paso ligero. Javier quería saber más, y aceleró el ritmo para llegar cuanto antes a la siguiente parada. Encontraron otro arbusto a unos diez metros de la comitiva zombi. Se adentraron en él y, al agacharse, Javier pisó una rama, la típica rama que con su crujido despertó la atención del grupo y, sobre todo la de Alterio Riip, que parecía el más vivo o, según se mire, el menos muerto de todos. El enterrador se acercaba con cautela y la antorcha asida con sus grandes manos, como un bateador que se prepara para golpear la bola. Estaba cada vez más cerca del pequeño matojo, Javier y Gabriel no sabían qué hacer, se sentían impotentes ante el inevitable encuentro cuando, de repente, se escuchó un grito gutural proveniente del grupo. Uno de los zombis había prendido fuego a otro con su antorcha. Alterio Riip se giró para ver qué pasaba y en ese momento Gabriel salió del escondite de un salto encaramándose sobre los hombros del enterrador. Éste se tambaleaba intentando deshacerse de su agresor, pero Gabriel lo tenía dominado. Le agarró el mentón con la mano derecha y, con la izquierda un lateral de la frente, con un movimiento certero le arrancó la cabeza. Gabriel agarró la antorcha y la clavó a través de la garganta del enterrador. La testa se desintegró en pocos segundos y el cuerpo se desplomó, cayendo consigo Gabriel. Ahora tocaba enfrentarse al grupo de músicos no-muertos, que se aproximaba lentamente hacia Gabriel dispuesto a atacar. Javier, mientras tanto, seguía agazapado sin saber cómo actuar.- Coge esa rama y préndela con la antorcha, rápido; dijo Gabriel. Sin tener tiempo para pensárselo dos veces, Javier hizo lo que le pidió Gabriel y, ahí estaba, plantado ante un grupo de zombis dispuesto a comer sesos, con un loco acromado y desnudo por compañero y un palo ardiendo en la mano para defenderse.

Cada vez estaban más cerca, Gabriel intentaba asustarlos con el fuego, pero era inútil, estaban rodeados y no sabían qué hacer.- Tengo una idea; dijo Gabriel, ve retrocediendo hacia ese montón de ramas. Javier y Gabriel empezaron a retroceder lentamente. El grupo de zombis se movía torpe y lentamente atraído por su apetencia de carne fresca. Llegaron al montón de ramas, los torpes necromúsicos se introdujeron en el mismo.- Ahora chaval, suelta el palo y salta. El montón de ramas secas prendió en cuestión de segundos, y los zombis con él. Aquella virulenta fogata de seres putrefactos y alaridos demoníacos no tardó en reducirse a un pequeño montón de polvo. Buen trabajo chaval; dijo Gabriel. Javier estaba un poco aturdido por todo lo que había pasado.

- ¿Estás bien, chico?

-Sí, estoy bien, ahora termina de contarme tu historia.

- De acuerdo, te mereces una explicación. Un compañero de trabajo me habló de una especie de sociedad religiosa, de la que él era miembro. Me dijo que tuviera cuidado, que le había llegado información de las personas de Villafría en las que esta sociedad estaba interesada, y entre ellas estaba yo. Me dijo que no me dejara persuadir por ellos, que buscaban a personas emocionalmente inestables o a gente que atravesaba episodios estresantes en su vida, para sacar provecho de ellos. Poseían información confidencial sustraída de gabinetes psiquiátricos. Tenían copias de los expedientes de todos los pacientes que recibían ayuda psicológica. Y buscaban a los más "adecuados" para convertirse en miembros de la sociedad. Yo no hice demasiado caso, aunque me molestaba la idea de que hubieran leído mi ficha psiquiátrica, sólo tenía que echarlos de casa cuando llamasen a mi puerta, no estaba muy preocupado por aquella especie de secta. Tenía los suficientes problemas como para no inquietarme por una memez como esa.
Un día, efectivamente llamaron a mi puerta, abrí y allí estaban, dos tipos de aspecto afable, con camisa y corbata, y sus respectivas tarjetas identificativas. Les invité a pasar con despreocupación, no creí en ningún momento que fuesen a conseguir nada de mí.

Empezaron a explicarme cómo funciona su sociedad, por qué debería hacerme miembro y, la verdad, sentía cierta curiosidad, pero después de la advertencia que recibí en el trabajo no pensaba en otra cosa que esperar el momento oportuno para invitarles a que se fuesen, no quería problemas.

La religión que profesaba esta secta era una especie de amalgama de creencias y dogmas extraídos de diferentes culturas. Por un lado, uno de sus textos sagrados era el Bardo Thodol, el libro tibetano de los muertos, en el que decían haber encontrado la clave para resucitar a los muertos. Cumplían un riguroso ayuno anual para purificarse consistente en dejar de alimentarse durante quince días, era algo parecido al Ramadán islámico pero en este caso los miembros no ingerían ningún tipo de alimento ni durante el día, ni durante la noche. Practicaban el Budú haitiano con el que decían aliviar el dolor de los miembros que padeciesen una enfermedad grave, manteniéndolos en un estado de semiinconsciencia con la utilización de sustancias venenosas muy potentes extraídas de diferentes especies exóticas de plantas, peces y reptiles. 

Todo aquello me pareció inquietante, pero esa inquietud, a medida que avanzaba la conversación se convirtió en curiosidad, una peligrosa curiosidad. 




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