La adolescencia puede ser un huracán que lanza a los niños por los aires con el objetivo de devolverlos al suelo hechos ya adultos, pero hay veces en que algunos, llevados por el miedo a no saber tomar tierra, deciden quedarse en la soledad de esas alturas. Y es por eso que cuando todos disfrutaban de sus primeros abrazos, Alterio, desde su cuarto, se dedicaba simplemente a imaginarlos mientras escuchaba una y otra vez sus discos de Rock and roll.
La pubertad le había dejado una tez pálida y un cuerpo excesivamente delgado que, combinados con su altura y su pelo, rizado y abundante, hacía de él un chico de apariencia frágil y triste, algo que en un principio distaba mucho de la realidad, pues a pesar de una infancia dura y difícil en la que tuvo que afrontar la falta de un padre, del que apenas conservaba ya recuerdos, y las penurias económicas que su madre, por más que lo intentaba, nunca fue capaz de superar, Alterio fue siempre un niño lleno de esperanzas, alegre y risueño, de una imaginación tan poderosa, que pocas veces fue un problema el hecho de no estar rodeado de otros niños de su edad.
Pero cuando llegó a los dieciséis años Alterio sintió de golpe esa soledad de la que hablaban algunas de esas canciones que ahora empezaba a entender, y la tristeza que hasta entonces sólo irradiaba, llegó a convertirse en una imagen totalmente certera de ese adolescente que pasaba una tarde tras otra encerrado en su habitación. Solía gastar estas horas leyendo obsesivamente, o escribiendo, o revisando su colección discos, formada casi en su totalidad por los vinilos que el hermano de su madre le llevaba cada vez que iba a visitarlos, ese mismo tío que un día decidió regalarle su vieja guitarra con la excusa de que él realmente nunca había tocado bien, de que ya era tarde para aprender, y de que, por lo tanto, era justo dejarla en unas manos que sacasen mejor provecho de ella. Desde ese día, Alice, nombre con el que la había bautizado su anterior dueño, fue una habitante más de aquel dormitorio, de aquel paisaje donde se repartían, escrupulosamente ordenados, libros, discos y un gran número de cuadros que enmarcaban insectos disecados. Y es que desde su más temprana infancia, Alterio sintió una especial predilección hacia todo tipo de insectos, a los que pasaba horas observando en los botes de cristal en los que los iba encerrando. Hasta que un día, su madre, al entrar en la habitación y verla repleta de lo que para ella eran esos asquerosos botes, se plantó y lo obligó a sacar todo de allí dando la única y firme razón de que las casas no son para los bichos, y que tener la habitación así ni siquiera era higiénico. Lejos de apagar dicha afición, esto hizo que Alterio diese un paso más, ya que justo esa misma tarde fue a la biblioteca con el objetivo de aprender a disecar insectos, instrucciones que encontró al momento en una olvidada y enorme enciclopedia, un mare mágnum sobre la entomología recopilado por el misterioso Profesor Danquilas, sobre el que nunca encontró ningún tipo de información, pero cuya obra comenzó a frecuentar casi todas las tardes, justo antes de salir en busca de los insectos sobre los que previamente había estado leyendo. Poco a poco fue llenando la habitación con estos pequeños cuadros en cuyo fondo solían abrir las alas todo un sinfín de variopintas mariposas, su especie preferida dentro de ese mundo inmenso, mariposas que hacían de las paredes, punto a punto, un alegre mural de colores al que se unían las portadas de los discos y el rojo intenso de su nueva guitarra dando lugar a una viva atmósfera que no hacia sino contrastar con la quietud del ahora triste adolescente.
A pesar de que su madre veía aquello como un estado que sin duda era pasajero, una circunstancia propia de la edad, andaba siempre buscando el modo de animarlo y una mañana abrió la puerta de casa llamando a gritos a su hijo para que fuese cuanto a antes a ver lo que había encontrado en el Camino del Ciprés. Cuando llegó hasta ella Alterio se quedó paralizado al ver cómo sobre las manos de su madre agonizaba una enorme Argopteron Puelmae Calvert, una mariposa dorada, un precioso ejemplar que cogió con cuidado para someterlo a la operación por la que en breve aquellas alas brillantes serían como una muestra de oro en sus paredes. Pero a pesar de estar ya prácticamente muerta, la mariposa pareció resucitar al entrar en la habitación, y tras varias vueltas fue directa a posarse en el cuerpo de la guitarra, a la que los rayos de sol que entraban por la ventana daban un brillo tan mágico como deslumbrante. Varios segundos después el insecto volvió a caer fulminado. Alterio la dejó sobre la mesa, metió la guitarra en su funda, se la colgó al hombro y salió a la calle.
Llamaban el Camino del Ciprés a una de las viejas carreteras que salía del pueblo, casi intransitable para cualquier vehículo por su asfalto deteriorado, y a cuyos lados crecía una exuberante naturaleza formada por flores y arbustos de todos los tamaños y colores, dos hileras de árboles, una a cada lado, en la que se alternaban cerezos y almendros, y al final, majestuoso, el enorme cuerpo del Ciprés centenario que sobresalía por encima de todos ellos dando nombre al camino. Alterio nunca había dejado de preguntarse como era posible que aquel lugar tan lleno de vida fuese directo hacia la muerte, pues el Ciprés estaba situado justo en la puerta del cementerio, lugar del que supuso que vendría su madre cuando encontró la mariposa dorada; como cada semana, habría ido a cambiar las flores de la tumba de su marido.
Se sentó en uno de los bancos que por allí había buscando el ángulo adecuado para que el sol diese de lleno contra la guitarra, y, después de ponérsela sobre las piernas, estuvo esperando cerca de un cuarto de hora sin ningún tipo de resultado. Así que para matar el tiempo hasta que algo ocurriese comenzó a tocar torpemente, una y otra vez, los escasos acordes que conocía consiguiendo dos cosas; hacer que en aquel lugar flotase una melodía bastante desafinada, y llamar la atención de una muchacha que paseaba por allí y que fue sin pensarlo hacia el banco donde se sentaba tan peculiar guitarrista.
No dejes de tocar, tan mal no lo haces. Pero Alterio se negó rotundamente alegando que le daba vergüenza, y que para escuchar aquello era mejor no escuchar nada. Mientras tanto, ella tomaba asiento a su lado. Tenía un largo pelo castaño, un cuerpo delgado, como él, pero de pequeña estatura, y la cara también blanca, pero de un pálido enfermizo que, junto con su tos continua y unas ojeras liláceas, dejaban ver un frágil estado de salud. Aun así, Alterio vio en ella una hermosa tristeza.
Fue este el primer encuentro de muchos que se sucedieron por cada tarde de ese mayo poseído por una primavera desbordante, horas y horas pasaron perdidos en conversaciones que siempre tenían como único testigo a la guitarra sobre las rodillas de él, algo que a Maite, éste era su nombre, dejaba siempre perpleja, - Si no vas a tocar nada para mí, ¿por qué traes siempre la guitarra? Hasta que un día Alterio no tuvo que inventar nuevas y absurdas excusas, porque en medio de un pequeño silencio, salida de la nada, una mariposa dorada comenzó a volar lentamente alrededor de Maite, y terminó por posarse sobre la guitarra. Al ver la cara de asombro de ella, Alterio comenzó a relatarle todos los detalles que conocía sobre aquel animal, para pasar luego a generalizar sobre las mariposas, de las cuales, insistió, le atraía sobre todo su capacidad de transformación, su metamorfosis, ese cambio por el cual dejaban atrás parte de su vida para enfrentarse como verdaderamente merecían al resto de su tiempo, y en consecuencia, para enfrentarse también a la muerte. Bueno- dijo ella llegado este punto.- algunos tenemos la esperanza de que la muerte no sea más que otra metamorfosis.
Pero Alterio debía aprender a la fuerza que no todo dura eternamente, y un día, mientras intentaba ordenar todos los nuevos insectos que había recogido con Maite, escuchó las campanas de la iglesia doblar y a su madre, de fondo, suspirar compasivamente, añadiendo después que era un pena como esa maldita enfermedad se había llevado a una muchacha tan jóven. El tiempo que transcurrió desde que su madre, respondiendo a su pregunta, pronunció el nombre de la fallecida, hasta que Alterio volvió a pisar la calle, permanece aun en su memoria como un pozo negro y húmedo del que sólo pudo salir cuando, lleno de algo parecido a la rabia, cogió todos los insectos y bajó con ellos metidos en una bolsa para tirarlos a la basura. Al regresar al dormitorio, tuvo la sensación de haber cometido una traición demasiado injusta, pero no volvería a por ellos, en cambio, sí salio de nuevo a la calle, esta vez con la guitarra al hombro.
Una reluciente luna naranja dejaba su luz sobre el camino del Ciprés, y las hojas de algunos árboles, movidas por un viento suave, llenaban de reflejos el aire que atravesaba la sombra de Alterio. Nada le costó saltar la tapia del camposanto, y mucho menos guiarse por sus calles, porque en la mayoría de los nichos se encendían pequeños cirios rojos iluminando sobre todo epitafios y fotos de difuntos, pero dejando también el suelo con la penumbra necesaria para que los pasos de Alterio no perdiesen la seguridad que les había guiado desde el momento en que salió de casa. La lápida que sellaba el nicho de Maite estaba prácticamente oculta por ramos y coronas aun frescas que él quitó despacio, quería ver por primera vez una foto suya, no importaba que ésta fuera en realidad un recordatorio de su muerte. Había sido enterrada a ras del suelo, y él se sentó frente a ella experimentado la excitada incomodidad de sentir vida acechándole desde las tumbas que dejaba a su espalda. Con la voz rota por el llanto que ya nunca dejaría sus cuerdas vocales, comenzó a cantar la canción que una vez escribió para Maite,.De la guitarra fueron saliendo entonces los acordes que retumbaban en cada uno de los mármoles dejando un eco que incluso pudo escuchar el vecino de Villafría que, abriendo un contenedor, vio salir con fuerza una bandada de mariposas amarillas que tomó dirección al cementerio, donde se incorporaron al manto de luciérnagas que parecían haberse desprendido del fuego de las velas al son de aquel cantar bajo el cual comenzaron a oirse, a modo de percusión, crujidos de maderas y huesos que se rompían.
La adolescencia puede ser un huracán que lanza a los niños por los aires, pero Alterio, o Alter Rip, como después le llamarían, cayó antes de lo previsto hacia lo más profundo, saltándose cualquier tipo de edad, porque cuando salió de allí por una puerta que se abrió a su paso, supo que aquella noche sería la primera de otras muchas con las que acabó convenciendo a Dionisio Suarez, el enterrador de entonces, de que no había nadie mejor para sucederle en el puesto, para lo que sólo tuvo que cumplir la promesa que a éste le hizo, y según la cual la misma noche de su funeral todos los muertos debían recibirle al ritmo de un negro Rock and Roll.
Por todo ello, treinta años después, cuando Javier llegó a la plaza siguiendo el desfile de cadáveres, vio como todos disponían un círculo alrededor de Alter Rip y su séquito, entre los cuales uno de los esqueletos se arrancó el radio de su brazo derecho y comenzó a golpear con él su propia calavera, con lo que salieron a volar las mariposas que estaban posadas en ella, y quedó marcado el tempo frenético que se adueñaría, a través de la canción, de todos los cuerpos que se descomponían y bailaban en esa celebración de la vida propuesta por la guitarra de Alter Rip.
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