lunes, 7 de junio de 2010

 
Rescatado del legendario archivo de Fícpolis, una parisina tienda de antigüedades, el surrealismo llegará en breve al montijano "Cine Emperatriz" por el módico precido de 3 pesetas la entrada...

lunes, 22 de marzo de 2010

Villafría. Capítulo IV. Ignacio del Viejo Macfly


 
La extraña pareja siguió al grupo guiado por Alterio Riip, con mucho cuidado de no ser descubiertos, agazapados entre los arbustos del sendero. El paso de los músicos cadavéricos era lento, tan lento que Javier quiso aprovechar la situación para obtener información de Gabriel, porque había mucho que aclarar y aún no sabía nada:

 
- Ahora dime todo lo que sabes.

- Está bien chaval, tú ganas. Primero te explicaré por qué me suicidé y por qué dejé esa nota. Corría el año 1985 y yo disfrutaba de una vida envidiable. Tenía una mujer hermosa y cariñosa, dos hijos estupendos, una gran casa, dos coches, todo era perfecto, tan perfecto que me asfixiaba. Tenía todo lo que se puede esperar de la vida y aun así no era feliz. Sentía una aplastante apatía que me consumía por dentro. La rutina del hogar, del trabajo, veía cómo la vida pasaba ante mis ojos sin esperar nada nuevo de ella. Acudí al psiquiatra durante un mes hasta que me di cuenta de que lo que realmente requería no era a un matasanos chupacuartos. Necesitaba nuevas sensaciones, experiencias que me hicieran sentir que estaba vivo y, paradójicamente encontré la solución en la muerte.

- Todo eso está muy bien pero, ¿por qué esa nota?

- Tranquilo chaval, todo a su tiempo, ahora tenemos que avanzar un poco, se están alejando.

 La peculiar banda ambulante había avanzado unos cincuenta metros, por lo que no tardarían demasiado en alcanzarla. Gabriel y Javier salieron de su improvisado escondite y reanudaron la marcha a paso ligero. Javier quería saber más, y aceleró el ritmo para llegar cuanto antes a la siguiente parada. Encontraron otro arbusto a unos diez metros de la comitiva zombi. Se adentraron en él y, al agacharse, Javier pisó una rama, la típica rama que con su crujido despertó la atención del grupo y, sobre todo la de Alterio Riip, que parecía el más vivo o, según se mire, el menos muerto de todos. El enterrador se acercaba con cautela y la antorcha asida con sus grandes manos, como un bateador que se prepara para golpear la bola. Estaba cada vez más cerca del pequeño matojo, Javier y Gabriel no sabían qué hacer, se sentían impotentes ante el inevitable encuentro cuando, de repente, se escuchó un grito gutural proveniente del grupo. Uno de los zombis había prendido fuego a otro con su antorcha. Alterio Riip se giró para ver qué pasaba y en ese momento Gabriel salió del escondite de un salto encaramándose sobre los hombros del enterrador. Éste se tambaleaba intentando deshacerse de su agresor, pero Gabriel lo tenía dominado. Le agarró el mentón con la mano derecha y, con la izquierda un lateral de la frente, con un movimiento certero le arrancó la cabeza. Gabriel agarró la antorcha y la clavó a través de la garganta del enterrador. La testa se desintegró en pocos segundos y el cuerpo se desplomó, cayendo consigo Gabriel. Ahora tocaba enfrentarse al grupo de músicos no-muertos, que se aproximaba lentamente hacia Gabriel dispuesto a atacar. Javier, mientras tanto, seguía agazapado sin saber cómo actuar.- Coge esa rama y préndela con la antorcha, rápido; dijo Gabriel. Sin tener tiempo para pensárselo dos veces, Javier hizo lo que le pidió Gabriel y, ahí estaba, plantado ante un grupo de zombis dispuesto a comer sesos, con un loco acromado y desnudo por compañero y un palo ardiendo en la mano para defenderse.

Cada vez estaban más cerca, Gabriel intentaba asustarlos con el fuego, pero era inútil, estaban rodeados y no sabían qué hacer.- Tengo una idea; dijo Gabriel, ve retrocediendo hacia ese montón de ramas. Javier y Gabriel empezaron a retroceder lentamente. El grupo de zombis se movía torpe y lentamente atraído por su apetencia de carne fresca. Llegaron al montón de ramas, los torpes necromúsicos se introdujeron en el mismo.- Ahora chaval, suelta el palo y salta. El montón de ramas secas prendió en cuestión de segundos, y los zombis con él. Aquella virulenta fogata de seres putrefactos y alaridos demoníacos no tardó en reducirse a un pequeño montón de polvo. Buen trabajo chaval; dijo Gabriel. Javier estaba un poco aturdido por todo lo que había pasado.

- ¿Estás bien, chico?

-Sí, estoy bien, ahora termina de contarme tu historia.

- De acuerdo, te mereces una explicación. Un compañero de trabajo me habló de una especie de sociedad religiosa, de la que él era miembro. Me dijo que tuviera cuidado, que le había llegado información de las personas de Villafría en las que esta sociedad estaba interesada, y entre ellas estaba yo. Me dijo que no me dejara persuadir por ellos, que buscaban a personas emocionalmente inestables o a gente que atravesaba episodios estresantes en su vida, para sacar provecho de ellos. Poseían información confidencial sustraída de gabinetes psiquiátricos. Tenían copias de los expedientes de todos los pacientes que recibían ayuda psicológica. Y buscaban a los más "adecuados" para convertirse en miembros de la sociedad. Yo no hice demasiado caso, aunque me molestaba la idea de que hubieran leído mi ficha psiquiátrica, sólo tenía que echarlos de casa cuando llamasen a mi puerta, no estaba muy preocupado por aquella especie de secta. Tenía los suficientes problemas como para no inquietarme por una memez como esa.
Un día, efectivamente llamaron a mi puerta, abrí y allí estaban, dos tipos de aspecto afable, con camisa y corbata, y sus respectivas tarjetas identificativas. Les invité a pasar con despreocupación, no creí en ningún momento que fuesen a conseguir nada de mí.

Empezaron a explicarme cómo funciona su sociedad, por qué debería hacerme miembro y, la verdad, sentía cierta curiosidad, pero después de la advertencia que recibí en el trabajo no pensaba en otra cosa que esperar el momento oportuno para invitarles a que se fuesen, no quería problemas.

La religión que profesaba esta secta era una especie de amalgama de creencias y dogmas extraídos de diferentes culturas. Por un lado, uno de sus textos sagrados era el Bardo Thodol, el libro tibetano de los muertos, en el que decían haber encontrado la clave para resucitar a los muertos. Cumplían un riguroso ayuno anual para purificarse consistente en dejar de alimentarse durante quince días, era algo parecido al Ramadán islámico pero en este caso los miembros no ingerían ningún tipo de alimento ni durante el día, ni durante la noche. Practicaban el Budú haitiano con el que decían aliviar el dolor de los miembros que padeciesen una enfermedad grave, manteniéndolos en un estado de semiinconsciencia con la utilización de sustancias venenosas muy potentes extraídas de diferentes especies exóticas de plantas, peces y reptiles. 

Todo aquello me pareció inquietante, pero esa inquietud, a medida que avanzaba la conversación se convirtió en curiosidad, una peligrosa curiosidad. 




miércoles, 3 de febrero de 2010

Villafría. Capítulo fantasma. Antonio Sánchez. " ALTER RIP"


La adolescencia puede ser un huracán que lanza a los niños por los aires  con el objetivo de devolverlos al suelo hechos ya adultos, pero hay veces en que algunos, llevados por  el miedo a no saber tomar tierra, deciden quedarse en la soledad de esas alturas. Y es por eso que cuando todos disfrutaban de sus primeros abrazos, Alterio, desde su cuarto, se dedicaba  simplemente a imaginarlos mientras escuchaba una y otra vez  sus  discos de Rock and roll.

La pubertad le había dejado una tez pálida y  un cuerpo excesivamente delgado que, combinados con su altura y su pelo, rizado y abundante, hacía de él un chico de apariencia frágil y triste, algo que en un principio distaba mucho de la realidad, pues a pesar de una infancia dura y difícil en la que tuvo que afrontar la falta de un padre, del que apenas conservaba ya recuerdos, y las penurias económicas que su madre, por más que lo intentaba, nunca fue capaz de superar, Alterio fue siempre un niño lleno de esperanzas, alegre y risueño, de una imaginación tan poderosa, que pocas veces fue un problema el hecho de no estar rodeado de otros niños de su edad.

Pero cuando llegó a los dieciséis años Alterio sintió de golpe esa soledad de la que hablaban algunas de esas canciones  que ahora empezaba a entender, y la tristeza que hasta entonces sólo irradiaba, llegó a convertirse en una imagen totalmente certera  de ese adolescente que pasaba una tarde tras otra encerrado en su habitación. Solía gastar estas horas leyendo obsesivamente, o escribiendo, o revisando su colección discos, formada casi en su totalidad por los vinilos que el hermano de su madre le llevaba  cada vez que iba a visitarlos, ese mismo tío que un día decidió regalarle su vieja guitarra con la excusa de que él realmente nunca había tocado bien, de que ya era tarde para aprender, y de que, por lo tanto, era justo dejarla en unas manos que sacasen mejor provecho de ella. Desde ese día, Alice, nombre con el que la había bautizado su anterior dueño, fue una habitante más de aquel dormitorio, de aquel paisaje donde se repartían, escrupulosamente ordenados, libros, discos y un gran número de cuadros que enmarcaban insectos disecados. Y es que desde su más temprana infancia, Alterio sintió una especial predilección hacia todo tipo de insectos, a los que pasaba horas observando en los botes de cristal en los que los iba encerrando. Hasta que un día, su madre, al entrar en la habitación y verla repleta de lo que para ella eran esos asquerosos botes, se plantó y  lo obligó a sacar todo de allí dando la única y firme razón de que las casas no son para los bichos, y que tener la habitación así ni siquiera era higiénico. Lejos de apagar dicha afición, esto hizo que Alterio diese un paso más, ya que justo esa misma tarde fue a la biblioteca con el objetivo de aprender a disecar insectos, instrucciones que encontró al momento en una olvidada y enorme enciclopedia, un mare mágnum sobre la entomología recopilado por el misterioso Profesor Danquilas, sobre el que nunca encontró ningún tipo de información, pero cuya obra comenzó a frecuentar casi todas las tardes, justo antes de salir en busca de los insectos sobre los que previamente había estado leyendo. Poco a poco fue llenando la habitación con estos pequeños cuadros en cuyo fondo solían abrir las alas todo un sinfín de variopintas mariposas, su especie preferida dentro de ese mundo inmenso, mariposas que hacían de las paredes, punto a punto, un alegre mural de colores al que se unían  las portadas de los discos y el rojo intenso de su nueva guitarra dando lugar a una viva atmósfera que no hacia sino contrastar con la quietud del ahora triste adolescente.

A pesar de que su madre veía aquello como un estado que sin duda era pasajero, una circunstancia propia de la edad, andaba siempre buscando el modo de animarlo y una mañana abrió la puerta de casa llamando a gritos a su hijo para que fuese cuanto a antes a ver lo que había encontrado en el Camino del Ciprés. Cuando llegó hasta ella Alterio se quedó paralizado al ver cómo sobre las manos de su madre agonizaba una enorme Argopteron Puelmae Calvert, una mariposa dorada, un precioso ejemplar que cogió con cuidado para someterlo a la operación por la que en breve aquellas alas brillantes serían como una muestra de oro en sus paredes. Pero a pesar de estar ya prácticamente muerta, la mariposa pareció resucitar al entrar en la habitación, y tras varias vueltas fue directa a posarse en el cuerpo de la guitarra, a la que los rayos de sol que entraban por la ventana daban un brillo tan mágico como deslumbrante.  Varios segundos después el insecto volvió a caer fulminado. Alterio la dejó sobre la mesa, metió la guitarra en su funda, se la colgó al hombro y salió a la calle.

Llamaban el Camino del Ciprés a una de las viejas carreteras que salía del pueblo, casi intransitable para cualquier vehículo por su asfalto deteriorado, y a cuyos lados crecía una exuberante naturaleza formada por flores y arbustos de todos los tamaños y colores, dos hileras de árboles, una a cada lado, en la que se alternaban cerezos y almendros, y al final, majestuoso, el enorme cuerpo del Ciprés centenario que sobresalía por encima de todos ellos dando nombre al camino. Alterio nunca había dejado de preguntarse como era posible que aquel lugar tan lleno de vida fuese directo hacia la muerte, pues el Ciprés estaba situado justo en la puerta del cementerio, lugar del que supuso que vendría su madre cuando encontró la mariposa dorada; como cada semana, habría ido a cambiar las flores de la tumba de su marido.

Se sentó en uno de los bancos que por allí había buscando el ángulo adecuado para que el sol diese de lleno contra la guitarra, y, después de ponérsela sobre las piernas, estuvo esperando cerca de un cuarto de hora sin ningún tipo de resultado. Así que para matar el tiempo hasta que algo ocurriese comenzó a tocar torpemente, una y otra vez, los escasos acordes que conocía consiguiendo dos cosas; hacer que en aquel lugar flotase una melodía bastante desafinada, y llamar la atención de una muchacha que paseaba por allí y que fue sin pensarlo hacia el banco donde se sentaba tan peculiar guitarrista.

No dejes de tocar, tan mal no lo haces. Pero Alterio se negó rotundamente alegando que le daba vergüenza, y que para escuchar aquello era mejor no escuchar nada. Mientras tanto, ella tomaba asiento a su lado.  Tenía un largo pelo castaño, un cuerpo delgado, como él, pero de pequeña estatura, y la cara también blanca, pero de un pálido enfermizo que, junto con su tos continua y unas ojeras liláceas, dejaban ver un frágil estado de salud. Aun así, Alterio vio en ella una hermosa tristeza.

Fue este el primer encuentro de muchos que se sucedieron por cada tarde de ese mayo poseído por una primavera desbordante, horas y horas pasaron perdidos en conversaciones que siempre tenían como único testigo a la guitarra sobre las rodillas de él, algo que  a Maite, éste era su nombre, dejaba siempre perpleja, - Si no vas a tocar nada para mí, ¿por qué traes siempre la guitarra? Hasta que un día Alterio no tuvo que inventar nuevas y absurdas excusas, porque en medio de un pequeño silencio, salida de la nada, una mariposa dorada comenzó a volar lentamente alrededor de Maite, y terminó por posarse sobre la guitarra. Al ver la cara de asombro de ella, Alterio comenzó a relatarle todos los detalles que conocía sobre aquel animal, para pasar luego a generalizar sobre las mariposas, de las cuales, insistió, le atraía sobre todo su capacidad de transformación, su metamorfosis, ese cambio por el cual dejaban atrás parte de su vida para enfrentarse como verdaderamente merecían al resto de su tiempo, y en consecuencia, para enfrentarse también a la muerte. Bueno- dijo ella llegado este punto.- algunos tenemos la esperanza de que la muerte no sea más que otra metamorfosis.

Pero Alterio debía aprender a la fuerza que no todo dura eternamente, y un día, mientras intentaba ordenar todos los nuevos insectos que había recogido con Maite, escuchó las campanas de la iglesia doblar y a su madre, de fondo, suspirar compasivamente, añadiendo después que era un pena como esa maldita enfermedad se había llevado a una muchacha tan jóven. El tiempo que transcurrió desde que su madre, respondiendo a su pregunta, pronunció el nombre de la fallecida, hasta que Alterio volvió a pisar la calle, permanece aun en su memoria como un pozo negro y húmedo del que sólo pudo salir cuando, lleno de algo parecido a la rabia, cogió todos los insectos y bajó con ellos metidos en una bolsa para tirarlos a la basura. Al regresar al dormitorio, tuvo la sensación de haber cometido una traición demasiado injusta, pero no volvería a por ellos, en cambio, sí salio de nuevo a la calle, esta vez con la guitarra al hombro.

Una reluciente luna naranja dejaba su luz sobre el camino del Ciprés, y las hojas de algunos árboles, movidas por un viento suave, llenaban de reflejos el aire que atravesaba la sombra de Alterio. Nada le costó saltar la tapia del camposanto, y mucho menos guiarse por sus calles, porque en la mayoría de los nichos se encendían pequeños cirios rojos iluminando sobre todo epitafios y fotos de difuntos, pero dejando también el suelo con la penumbra necesaria para que los pasos de Alterio no perdiesen la seguridad que les había guiado desde el momento en que salió de casa. La lápida que sellaba el nicho de Maite estaba prácticamente oculta por ramos y coronas aun frescas que él quitó despacio, quería ver por primera vez una foto suya, no importaba que ésta fuera en realidad un recordatorio de su muerte. Había sido enterrada a ras del suelo, y él se sentó frente a ella experimentado la excitada incomodidad de sentir vida acechándole desde las tumbas que dejaba a su espalda. Con la voz rota por el llanto que ya nunca dejaría sus cuerdas vocales, comenzó a cantar la canción que una vez escribió para Maite,.De la guitarra fueron saliendo entonces los acordes que retumbaban en cada uno de los mármoles dejando un eco que incluso pudo escuchar el vecino de Villafría que, abriendo un contenedor, vio salir con fuerza una bandada de mariposas amarillas que tomó dirección al cementerio, donde se incorporaron al manto de luciérnagas que parecían haberse desprendido del fuego de las velas al son de aquel cantar bajo el cual comenzaron a oirse, a modo de percusión, crujidos de maderas y huesos que se rompían.

La adolescencia puede ser un huracán que lanza a los niños por los aires, pero Alterio, o Alter Rip, como después le llamarían, cayó antes de lo previsto hacia lo más profundo, saltándose cualquier tipo de edad, porque cuando salió de allí por una puerta que se abrió a su paso, supo que aquella noche sería la primera de otras muchas con las que acabó convenciendo a Dionisio Suarez, el enterrador de entonces, de que no había nadie mejor para sucederle en el puesto,  para lo que sólo tuvo que cumplir la promesa que a éste le hizo, y según la cual la misma noche de su funeral todos los muertos debían recibirle al ritmo de un negro Rock and Roll.

Por todo ello, treinta años después, cuando Javier llegó a la plaza siguiendo el desfile de cadáveres, vio como todos disponían un círculo alrededor de Alter Rip y su séquito, entre los cuales uno de los esqueletos se arrancó el radio de su brazo derecho y comenzó a golpear con él su propia calavera, con lo que salieron a volar las mariposas que estaban posadas en ella, y quedó marcado el tempo frenético que se adueñaría, a través de la canción, de todos los cuerpos que se descomponían y bailaban en esa celebración de la vida propuesta por la guitarra de Alter Rip.



domingo, 29 de noviembre de 2009

Villafría. Capítulo III. Jesús Diaz Chaparro


.….Javier clavó la mirada en los ojos de Gabriel ( y no era tarea fácil fijarse en los ojos de un tipo así justo cuando entre ellos había una pica insertada) inmortales, ¿eh?... a lo mismo no está tan mal esto de la inmortalidad.

Recordó, así, otros momentos en los que se sintió inmortal en vida, instantes que pasaban por su yermo cerebro de manera eléctrica: el primer beso que recibió aquella noche en la que decidió saltar los muros del cementerio con Martita Sigüenza la de octavo B, en un acto que lo llevaba desde la infancia a algo más, hacia el poder, la confianza, la ETERNIDAD de la juventud. Era curioso que a pocos metros de donde se sintió inmortal una vez ahora volvía a serlo, ahora por siempre y hasta esa ETERNIDAD antes buscada.

Pero eso ya pasó y había que estar a lo que se estaba. Gabriel había conseguido salir de su brocheta particular y se movía de un lado para otro, saltando, brincando y haciendo volteretas para atrás (sin salir del radio de tres metros), vamos a darles a esta gentuza lo que se merece. ¿Y qué se merecen? Fue la respuesta de Javier... bueno, esa fue su respuesta que venía acompañada de una hostia, la mejor hostia que podía dar un ser como él en ese momento, en la nuca de Gabriel, precisa, fuerte y seca. Tanto así que la cabeza de Gabriel salió jasada y rodando por la tierra mientras soltaba dioses y algo parecido a una saliva por la boca.

¿Pero se puede saber qué coño haces? ¡Laputaqueteparió hijodemilpadres!

- Mira, Gabrito, a partir de ahora te voy a llamar así, Gabrito, y espero que te guste y no rechistes porque como rechistes te voy a enterrar, la cabeza en un lado y el cuerpo en otra parte, y te voy a regar hasta que crezcas y des frutos, ¿me entiendes? Oquey, deja de decir pamplinas.

Gabrito lo miraba hasta donde le alcanzaba (que venía a ser más o menos por el bajo vientre dada la cercanía de su particular amigo):

-  Y escúchame: en principio no tenía ninguna razón por la que hacerte esto pero me he dado cuenta de que sabes algo, y no poco- Javier se había alejado un poco de la cabeza para seguir comentando. Todos conocíamos tu historia, aquella nota que dejaste al ahorcarte y todo eso. Por cierto, ¿sabías que los niños contábamos historias sobre ti?, algunos decían que estabas loco seguramente por algo que le habían escuchado a sus mayores, pero otros fantaseábamos con tu historia, que si no eras de este mundo, que si tu fantasma recorría el pueblo por las noches y que te habían visto (y por favor deja de mirarme así porque me cago en mi vida ya sabes lo que hay), etcétera. También recuerdo que Jorge Martínez, el que luego se fue a la capital a estudiar periodismo (y que acabó donde acabó) decía que te ahorcaste porque tu mujer te ponía los cuernos con otro y que la nota fue un flojo intento de salvar tu pobre honor.

Pensarás que soy un cabrón (una mala ¿persona?) por haberte sacado la cabeza del cuerpo pero lo que quiero es... protegerte.

Otra vez las miradas se clavaron una en la otra, Gabrito quería maldecirlo, preguntarle de qué tenía que protegerlo un mindundi como él, quién se creía para hacerle eso y sobre todo por qué no se le había ocurrido a él hacerle lo mismo o incluso algo peor. La nariz de Gabrito se hinchaba y expulsaba aire mezclado con tierra pero callado.

Cuando Javier se disponía a hablar de nuevo volvió a aparecer a lo lejos la banda guiada por Alterio Riip, esta vez con nuevos músicos y con otra canción igual de tétrica. Javier los miró y por la dirección que tomaban se dirigían a la plaza del pueblo. Tranquílizate, no te voy a dejar a solateras, vamos a estar juntos en esto. No es que no me fíe de ti, es que dos cabezas van a pensar mejor que una. Agarró a Gabrito por los cabellos e iniciaron la marcha detrás de los músicos guarecidos por la prudencia que da la distancia.

Villafría. Capítulo II. Pedro José Tena


Los músculos en descomposición hacían bastante difícil la tarea de mantenerse erguido. Unos tendones gastados, despegados e hilachudos apenas podían soportar el peso de un cuerpo hediondo que a duras penas conseguía mantener el equilibrio. El improvisado desfile de cadáveres se convertía así en una comparsa absurda, lenta y cómica de masas de huesos débiles forrados de jirones de carne oscura, polvo y musgo. No existían los rasgos faciales. Javier buscó entre el tumulto una cara reconocible, alguien a quien poder dirigirse en caso de que sus cuerdas vocales fueran capaces de articular algún sonido más allá de esos espantosos quejidos guturales, pero todos los rostros de la renacida comitiva estaban desfigurados por el proceso natural de pudrición post-mortem. Hacía mucho tiempo que no fenecía nadie en Villafría. No existían muertos jóvenes, cadáveres de buen ver.


- No te preocupes. En unas horas estarás como nuevo. – dijo una voz masculina que salía de algún lugar cercano.

Javier miró a su alrededor y consiguió distinguir a alguien sentado en una tapia. Alguien. No otro de los putrefactos revividos, sino un cuerpo formado y totalmente reconocible en su plena desnudez. De un salto ágil y preciso, Gabriel Estrella desplazó su fornido y peludo cuerpo hasta el suelo y se acercó caminando hacia Javier con pasos firmes. Parecería una persona totalmente normal de no ser por la total ausencia de pigmentación en su piel, tan pálida como la de un cuerpo yacente en la sala de autopsias. Su tez mortecina hacía todavía más escalofriante su gesto: lucía una sonrisa que le hacía parecer satisfecho y tranquilo. Seguía siendo tan feo como Javier le recordaba, pero ahora resultaba el menos desagradable en muchos metros a la redonda. Continuó avanzando hacia él mientras a su lado uno de los renacidos recogía su brazo derecho del suelo e intentaba colocárselo de nuevo en su sitio.



- Relájate y no intentes hacer ningún movimiento brusco. A mí me ha llevado unas horas recomponerme. – le dijo Gabriel al apestoso mecano humano mientras le ayudaba a reubicar su extremidad donde le correspondía.


Tal y como él mismo había deseado y pronosticado, cuando los muertos volvieron a la tierra, Gabriel Estrella fue el primero en hacer acto de presencia. Inicialmente tomó consciencia de estar despierto. Más tarde consiguió ver la oscuridad. Finalmente logró enviar órdenes precisas a su cuerpo para que éste le ayudara a salir de su ataúd y poco después estaba caminando entre las lápidas, desconcertado, hasta que descubrió horas después que otros muertos empezaban a salir de las tumbas y se sentó tranquilamente a disfrutar del espectáculo que había predicho.


Ahora estaba acercándose a Javier con la expresión de satisfacción del que sabe algo que los demás ignoran. Javier intentó decir algo, pero no consiguió escuchar su voz. Quería preguntarle a Gabriel qué había pasado, si sabía el motivo de esta resurrección masiva y por qué era el único que no parecía un desecho. Al mismo tiempo, intentaba asimilar su nuevo estado con la velocidad lenta de un cerebro que todavía no funcionaba a pleno rendimiento. Gabriel, cuando estuvo tan cerca de Javier que ya podía tocarlo con sus fríos pero carnosos dedos, posó su mano sobre lo que antes era el hombro izquierdo de Javier y le dijo: “Mira esto”. Dio media vuelta, se alejó corriendo y volvió a subirse a la tapia, pero esta vez se puso de pie sobre ella, manteniendo el centro de gravedad en una posición envidiablemente correcta. Levantando una mano y extendiendo su dedo índice, obligó a Javier a seguir con la vista sus intenciones: se señaló a sí mismo y luego a unas rejas de acero más bajas que cercaban un patio próximo y que estaban rematadas por puntas en forma de lanza en cada una de sus esquinas. Sin perder la sonrisa, Gabriel cogió impulso y se lanzó contra la improvisada pica, ensartando violenta y sonoramente su estómago contra el mástil. De haber tenido párpados, los de Javier se habrían abierto por completo. Después de unos segundos de silencio, Gabriel comenzó a reír de manera sonora y ascendente, haciendo fuerza con sus brazos para despegarse del hierro y volver a plantarse en el suelo. Ni un rastro de sangre emanó de una herida que cerró en cuestión de segundos, uniéndose piel y carne del mismo modo en el que se acaban fusionando dos gotas de agua que se encuentran demasiado próximas.

- Creo que ahora somos inmortales. – le dijo a Javier.

Villafría. Capítulo I. Antonio Sánchez


Volver a abrir los ojos después de un periodo de tiempo que en tu cabeza se presenta eterno, y descubrirse a uno mismo, en mitad de la noche, rodeado de lo que parecían ser lápidas, nichos y mausoleos no es algo que tranquilice demasiado, pensó Javier al verse perdido en un cementerio y sin una sola pista en la memoria que le ayudase a deducir cómo había llegado hasta allí.


A pesar de que la noche estaba entrando ya en plena madrugada, caía de la luna una luz blanca que ayudada por cirios y velas conseguía una atmósfera suave, uniforme y capaz, curiosamente, de transformar el misterio y aminorar, en la medida de lo posible, el miedo que la mayoría de los seres humanos experimentarían al recorrer a esas horas unas calles en las que, en lugar de edificios, se apilan cuerpos en plena descomposición. Porque como era de esperar, Javier comenzó a recorrer el recinto empujado por la lógica aplastante de que antes de buscar un explicación coherente para todo aquello, sería mejor salir de allí y volver a casa. Atravesaban el aire enormes mariposas dejando en él un eco de alas que se mezclaba a la vez con trompetas y clarines intermitentes, una música que discurría entre aquellas paredes variando su intensidad pero que a Javier no sólo maravilló, sino que además lo sumió en una deliciosa armonía consigo mismo.

Para su sorpresa, al moverse por allí, el pánico que siempre había sentido hacia todo lo relacionado con la muerte desaparecía de una forma que habría calificado de milagrosa, pues ahí estaba él, dando un paseo nocturno como quien dice, rodeado de un sinfín de lápidas rotas en su mayoría… ¿rotas? Javier cogió una vela y fue examinando lentamente el interior de los nichos que habían quedado al descubierto. En ninguno de ellos había rastro alguno de cadáveres o huesos, únicamente se veían restos de ataúdes completamente destrozados, y no por el desgaste del tiempo, sino por lo que parecía haber sido una fuerza exagerada capaz romper tanto aquello como el mismo mármol que sellaba la tumba.

No se inmutó, no se excitó, su ánimo estaba embalsamado en un relajante estado de paz que le permitía asumir lo extraño de su situación con la placentera curiosidad de quien se enfrenta a un acertijo. Y continuó, todas las tumbas están vacías, comprobó al recorrer el camposanto donde habían sido enterrados todos sus antepasados, pues enseguida supo exactamente donde estaba al ver la estatua de un enorme ángel que se levantaba sobre un recinto que hasta hace poco habría guardado algún puñado de huesos. Siempre, en los entierros familiares, le había sobrecogido aquel ángel de piedra que, por estar a la entrada,  parecía dar la bienvenida a los visitantes con brazos y alas abiertas. Aunque quizás se equivocase y siguiese perdido, porque ahora los brazos de la estatua no se levantaban hacia el cielo, sino que cada uno marcaba una dirección distinta. Con el dedo índice de la mano derecha señalaba la puerta de salida, destrozada y hecha pedazos, y con la izquierda una zona compartida por varias tumbas. Fue hacia ellas queriendo encontrar la clave para descifrar el mensaje que sin duda existía en la relación de esos dos puntos. Poco a poco fue componiendo los restos de las lápidas como un puzzle que una vez terminado, según imaginaba, le revelarían el secreto que explicase el porqué de un cementerio vacío, y mejor aun, el porqué de su estancia en él. Pronto sacó en claro un dato tranquilizador, y es que, tal como había pensado en un principio, se encontraba en el cementerio local, porque la primera lápida que recompuso pertenecía a Gabriel Estrella, cuya muerte dio mucho que hablar en su momento. Era éste un vecino que cierto día de verano decidió terminar con su vida ahorcándose en el salón de su casa, no sin dejar antes una nota en la que explicaba que pronto los muertos tomarían el mundo de los vivos, y que cuando eso ocurriese prefería ser uno de ellos.

Para afianzar sus averiguaciones continuó con la tarea obteniendo epitafios y algunos nombres que no había escuchado en la vida, otros en cambio, una vez leídos resonaban en su memoria sacando a la luz imágenes de cuerpos, en su mayoría sin cara, que le tendían la mano para darle caramelos o que bebían, junto a su padre, cervezas en el bar de la plaza. Estaba a punto de desistir cuando vio un pedazo en el que podía leerse un nombre encima de una fecha, Javier 1972, su año de nacimiento. Inmovilizado por un nefasto y confuso presentimiento mantuvo la mirada fija en aquella piedra hasta que advirtió como lentamente un gusano se abría paso a través de la piel de una de sus manos. Tiró la piedra al suelo y se sacudió el parásito en un intento de renegar de esa realidad que se le presentaba cada vez más clara, y volvió entonces la música, un jazz fúnebre arrancó desde alguna de aquellas calles ganando fuerza a cada momento, como si esta estuviese buscándole y poco a poco se fuese acercando. Agarrado aun a sus últimas esperanzas fue dando forma a la lápida mientras las notas bailaban a su alrededor cada vez más certeras, hasta que enmudecieron justo en el momento que encajó todas las piezas y pudo leer la inscripción: Descansa aquí Javier Endena, quien fue tranquilo en vida y esperamos que también lo sea en la muerte.

- ¿Nada más lejos, verdad? Aunque sí es cierto que para todo te tomas tu tiempo.

Y al darse la vuelta Javier descubrió a los músicos, cadáveres por supuesto, y a Alterio Rep, el enterrador del pueblo y quien parecida guiar, por llevar una antorcha, a aquel trío en cuyas peladas calaveras se posaban insectos de todos los colores.


- Se han ido todos y tu deberías hacer lo mismo, no pierdas tiempo en preguntas, inútiles al fin y al cabo, ni siquiera te molestes en preocuparte o en sufrir un inoportuno ataque de ansiedad, pues al momento desaparecerá, porque la muerte tiene la gran ventaja de anular cualquier posibilidad de estrés y viste el mundo con un manto de optimismo, total, después de muerto, nada peor te puede pasar.

Y fue de esta forma, como en la madrugada de un 23 de Mayo de 2009, el Cementerio de Villafría vio salir, camino de su antigua casa, al último muerto que esa noche se había levantado de su tumba. Caminaba tranquilo, alegre, paseaba disfrutando de la suave brisa que ya traía los aromas de un verano cargado de vida.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

La guerra y las luces (1) Rui Díaz Correia


Otro niño. Tal vez debería haber sido una noticia desafortunada o recogida con un mínimo de algo parecido a la frustración o la impotencia. Iba a ser el sexto varón en una casa ya de por sí demasiado pequeña para tantos pequeños. Una casa que ni siquiera la imaginación se permitiría hacer más grande. Otro niño. Pero no hubo rastro de amargura en sus caras al conocer la noticia. Si no hubiese sido injusto con sus otros hijos e incompatible con la función de una madre, Elena hubiese podido asegurar que algo le decía, igual que el click de un reloj de pared antes de tañer sus campanadas, que David, su David, iba a ser importante. Una madre jamás diría que quiere a uno de sus hijos por encima de los demás, pero si de algo sí podría estar libre de pecado era de recopilar esperanzas. Es lo que ocurre con los últimos hijos, como David, rodeados de hermanos, que en cierto sentido nacen ya viejos, pues con ellos sólo se cometen viejos errores, sólo llevan ropa y libros usados e incluso tienen que desempeñar viejos papeles para la familia: el papel del menor, con apuntadores rancios y guiones casi borrados. Entonces, para hacerles especiales (pues no hay nada viejo que pueda ser especial), se recogen las esperanzas que fueron depositadas en los hermanos mayores y todas juntas se le dan al pequeño. El primogénito iba a ser el fuerte, el que trabajaría en la empresa familiar y sacaría a flote el apellido paterno. El segundo, gracias a la ayuda del primero por quitarle responsabilidades, sería futbolista o como mínimo bueno en algún deporte; famoso, grande. El tercero sería empresario. El cuarto trabajaría con el cerebro y con el corazón, tal vez sería maestro, que eso de la poesía no daba para comer. Y el quinto, por haber nacido ya en una edad en la que Elena y su marido se sabían no tan jóvenes, sería médico, para tener alguien que pudiera cuidarles unos años en adelante. Y entonces llegó David, inesperado, pero esperanzado, y lo revolvió todo. Los demás ya eran lo suficientemente mayores, numerosos y con las diferencias de edad adecuadas como para construir de por sí una pequeña familia estructurada e independiente, así que David nació con cerca de seis padres y una madre por la que enseguida supo que podría dar la vida.
- Míralo, Manuel –decía Elena–. Mira sus ojos. Nos reconoce sin habernos visto antes. Sabe que somos su familia. David, mírame tú ahora a mí. Nosotros somos tu familia. Y tú, tú… tú puedes ser cualquier cosa.
Y David, con tan sólo minutos de vida, supo que su madre decía la verdad.