sábado, 21 de noviembre de 2009

Capítulo I


Cuando sonó el despertador dando inicio al que debería haber sido un domingo cualquiera, José Alberto no dio importancia al hecho de estar aun vestido con la ropa de la tarde anterior, zapatos incluidos, ni al gran charco de vómito que desde la almohada amenazaba con echársele encima, lo que verdaderamente le aterraba era recordar como había llegado hasta allí el enorme revolver que estaba en la mesilla.

Toda primera resaca suele presentar la ventaja de que pronto será olvidada en pos de otras futuras que llegarán con las mismas características, esas que hacen del bebedor un papel mojado arrastrándose de un lado a otro de la casa, pero para todo hay excepciones, y José Alberto recordará siempre el extraño e intenso dolor de cabeza que sintió mientras sostenía el revolver, y que se le presentaba como un ataque de su austera conciencia por el acto imperdonable que seguramente habría cometido la noche anterior. Permaneció varios segundos inmóvil, sin encontrar ningún tipo de explicación, tentado por la idea de volver a la cama y cerrar los ojos, pues estaba seguro de aquello no era más que un sueño, una broma pesada del subconsciente, hasta que escuchó los ruidos que le cercioraron la realidad de todo lo que estaba ocurriendo: fuera de su habitación, como todos los domingos, la casa de los Martínez daba inicio a su huracán de aspiradoras, martillos, taladradoras y boleros de Machín.

Y es que era una afianzada costumbre que durante las tres horas que precedían a la marcha familiar a misa de doce, el matrimonio Martínez se dedicara a transformar la casa en un enorme caos producido por las tareas de bricolaje del cabeza de familia, Ramiro, y el torbellino de limpieza protagonizado por su mujer, Tomasa, un acontecimiento siempre acompañado de fondo por el único vinilo existente en el hogar, los grandes éxitos de Antonio Machín. Así, en cuanto daban las nueve en el reloj, Ramiro comenzaba su recital de sierras y martillazos, no siempre demasiado acertados por sufrir desde joven una intensa miopía, mientras Tomasa pasaba la aspiradora siguiendo una ruta donde una de las primeras paradas sería la habitación del hijo menor, algo que llevó a José Alberto a cambiarse enseguida de ropa, quitar la funda de la almohada y esconder el revolver en uno de los cajones de la mesilla.

Efectivamente, nada tardó Tomasa entrar en la habitación como un animal desbocado, ataviada con sus rulos, el paño del polvo en una mano y arrastrando con la otra la aspiradora que parecía resistirse como un niño que llevado por los padres no quiere volver a casa, pues el aparato era enorme, y mucho más al lado de ella, cuya altura llegaba escasamente al metro y medio. Escondido bajo las mantas José Alberto rezó por que su madre saliese de allí cuanto antes, pero no pudo evitar levantarse sintiendo que la cabeza le explotaba cuando la madre empezó a entonar, a pleno pulmón, el madrecita del alma querida mientras limpiaba el polvo de cada uno de los santos que por la habitación se repartían. Parado detrás de ella, extendió su brazo en dirección a la oreja derecha y subió el volumen del sonotone para que ella misma se diese cuenta de sus gritos, algo que funcionó, puesto que enseguida empezó a insultar, con San Pedro en una mano, al que le vendió aquel trasto del demonio que con sus pitidos iba a dejarla más sorda de lo que estaba. Sólo consiguió apaciguarla el beso de buenos días que su hijo le dio en la mejilla y al que le siguió la petición de por favor, madre, salga un momento que tengo que cambiarme, he quedado con Juanita para desayunar juntos antes de reunirme con ustedes en la Iglesia.

Se sintió aliviado por haber actuado con tal rapidez, y después de varios minutos andando por la habitación e intentando calmarse para pensar con claridad, se dio cuenta que esa sería una tarea imposible y que lo mejor, en un principio, era sacar de casa el revolver. Así que se vistió con el jersey a rombos que hace años su madre le compró para los domingos, sus pantalones de raya perfecta, y buscó la carpeta donde solía guardar los poemas que enseñaba cada semana al padre Jacinto, en cuyos criterios literarios confiaba plenamente. No era aquel un lugar donde el revolver pasase desapercibido pero las ideas brillaban en ese momento por su ausencia y, además, sólo tendría que disimular hasta llegar al coche. Abrió la mesilla, cogió el revolver y antes de introducirlo en la carpeta una mezcla de miedo y resaca se le echó de nuevo encima al ver sobre el espejo al alguien cuya cara de enfermo le resultaba difícil reconocer y que sostenía en su mano derecha aquel objeto maligno.

En el salón su padre se entretenía colgando un cuadro, al revés por supuesto, pero José Alberto decidió no rectificarle ni llamar siquiera su atención, ya que a falta de vista la naturaleza le había dotado, como compensación, con un olfato canino que incluso a dos metros habría detectado su aliento nauseabundo, algo que su madre, la pobre cada vez más aislada del mundo exterior, no consiguió habiéndolo tenido a escasos centímetros. Evitó explicaciones inoportunas y salió rápido a la calle para dirigirse al garaje desarrollando su particular concepto de pasar desapercibido: pasos cortos y rápidos, brazos rodeando con fuerza la carpeta contra el pecho y cabeza mirando a un lado y a otro de forma convulsiva.

A pesar de que el garaje era una nave grande y oscura por la que se repartían casi todos los coches del barrio, José Alberto pudo distinguir, nada más entrar, a su querido SEAT panda azul cielo empotrado contra la pared del fondo. Corrió hacia él, tenía que quitarlo de allí, pero tardó un tiempo en entrar, ya que se entretuvo, poseído por una especie de shock, introduciendo una y otra vez su dedo índice en cada uno de los cuatro orificios de bala que se repartían por la puerta del conductor.

Las botellas vacías que había dentro sirvieron para que su memoria, de forma perezosa, comenzase a dar indicios de vida y aportase al fin un dato útil, pues en la etiqueta de éstas José Alberto reconoció al hombre sonriente y barbudo que también aparecía en las botellas del whisky que su padre bebía obsesivamente al final de las cenas de aniversario, cuando su madre mandaba a todos los hijos a la cama, y que sólo estaban a la venta en un lugar de la ciudad. Al menos ya tenia dos cosas claras: que nunca volvería a beber whisky, y que sabía cual era el primer sitio al que debía dirigirse.

No hay comentarios:

Publicar un comentario