domingo, 29 de noviembre de 2009

Villafría. Capítulo I. Antonio Sánchez


Volver a abrir los ojos después de un periodo de tiempo que en tu cabeza se presenta eterno, y descubrirse a uno mismo, en mitad de la noche, rodeado de lo que parecían ser lápidas, nichos y mausoleos no es algo que tranquilice demasiado, pensó Javier al verse perdido en un cementerio y sin una sola pista en la memoria que le ayudase a deducir cómo había llegado hasta allí.


A pesar de que la noche estaba entrando ya en plena madrugada, caía de la luna una luz blanca que ayudada por cirios y velas conseguía una atmósfera suave, uniforme y capaz, curiosamente, de transformar el misterio y aminorar, en la medida de lo posible, el miedo que la mayoría de los seres humanos experimentarían al recorrer a esas horas unas calles en las que, en lugar de edificios, se apilan cuerpos en plena descomposición. Porque como era de esperar, Javier comenzó a recorrer el recinto empujado por la lógica aplastante de que antes de buscar un explicación coherente para todo aquello, sería mejor salir de allí y volver a casa. Atravesaban el aire enormes mariposas dejando en él un eco de alas que se mezclaba a la vez con trompetas y clarines intermitentes, una música que discurría entre aquellas paredes variando su intensidad pero que a Javier no sólo maravilló, sino que además lo sumió en una deliciosa armonía consigo mismo.

Para su sorpresa, al moverse por allí, el pánico que siempre había sentido hacia todo lo relacionado con la muerte desaparecía de una forma que habría calificado de milagrosa, pues ahí estaba él, dando un paseo nocturno como quien dice, rodeado de un sinfín de lápidas rotas en su mayoría… ¿rotas? Javier cogió una vela y fue examinando lentamente el interior de los nichos que habían quedado al descubierto. En ninguno de ellos había rastro alguno de cadáveres o huesos, únicamente se veían restos de ataúdes completamente destrozados, y no por el desgaste del tiempo, sino por lo que parecía haber sido una fuerza exagerada capaz romper tanto aquello como el mismo mármol que sellaba la tumba.

No se inmutó, no se excitó, su ánimo estaba embalsamado en un relajante estado de paz que le permitía asumir lo extraño de su situación con la placentera curiosidad de quien se enfrenta a un acertijo. Y continuó, todas las tumbas están vacías, comprobó al recorrer el camposanto donde habían sido enterrados todos sus antepasados, pues enseguida supo exactamente donde estaba al ver la estatua de un enorme ángel que se levantaba sobre un recinto que hasta hace poco habría guardado algún puñado de huesos. Siempre, en los entierros familiares, le había sobrecogido aquel ángel de piedra que, por estar a la entrada,  parecía dar la bienvenida a los visitantes con brazos y alas abiertas. Aunque quizás se equivocase y siguiese perdido, porque ahora los brazos de la estatua no se levantaban hacia el cielo, sino que cada uno marcaba una dirección distinta. Con el dedo índice de la mano derecha señalaba la puerta de salida, destrozada y hecha pedazos, y con la izquierda una zona compartida por varias tumbas. Fue hacia ellas queriendo encontrar la clave para descifrar el mensaje que sin duda existía en la relación de esos dos puntos. Poco a poco fue componiendo los restos de las lápidas como un puzzle que una vez terminado, según imaginaba, le revelarían el secreto que explicase el porqué de un cementerio vacío, y mejor aun, el porqué de su estancia en él. Pronto sacó en claro un dato tranquilizador, y es que, tal como había pensado en un principio, se encontraba en el cementerio local, porque la primera lápida que recompuso pertenecía a Gabriel Estrella, cuya muerte dio mucho que hablar en su momento. Era éste un vecino que cierto día de verano decidió terminar con su vida ahorcándose en el salón de su casa, no sin dejar antes una nota en la que explicaba que pronto los muertos tomarían el mundo de los vivos, y que cuando eso ocurriese prefería ser uno de ellos.

Para afianzar sus averiguaciones continuó con la tarea obteniendo epitafios y algunos nombres que no había escuchado en la vida, otros en cambio, una vez leídos resonaban en su memoria sacando a la luz imágenes de cuerpos, en su mayoría sin cara, que le tendían la mano para darle caramelos o que bebían, junto a su padre, cervezas en el bar de la plaza. Estaba a punto de desistir cuando vio un pedazo en el que podía leerse un nombre encima de una fecha, Javier 1972, su año de nacimiento. Inmovilizado por un nefasto y confuso presentimiento mantuvo la mirada fija en aquella piedra hasta que advirtió como lentamente un gusano se abría paso a través de la piel de una de sus manos. Tiró la piedra al suelo y se sacudió el parásito en un intento de renegar de esa realidad que se le presentaba cada vez más clara, y volvió entonces la música, un jazz fúnebre arrancó desde alguna de aquellas calles ganando fuerza a cada momento, como si esta estuviese buscándole y poco a poco se fuese acercando. Agarrado aun a sus últimas esperanzas fue dando forma a la lápida mientras las notas bailaban a su alrededor cada vez más certeras, hasta que enmudecieron justo en el momento que encajó todas las piezas y pudo leer la inscripción: Descansa aquí Javier Endena, quien fue tranquilo en vida y esperamos que también lo sea en la muerte.

- ¿Nada más lejos, verdad? Aunque sí es cierto que para todo te tomas tu tiempo.

Y al darse la vuelta Javier descubrió a los músicos, cadáveres por supuesto, y a Alterio Rep, el enterrador del pueblo y quien parecida guiar, por llevar una antorcha, a aquel trío en cuyas peladas calaveras se posaban insectos de todos los colores.


- Se han ido todos y tu deberías hacer lo mismo, no pierdas tiempo en preguntas, inútiles al fin y al cabo, ni siquiera te molestes en preocuparte o en sufrir un inoportuno ataque de ansiedad, pues al momento desaparecerá, porque la muerte tiene la gran ventaja de anular cualquier posibilidad de estrés y viste el mundo con un manto de optimismo, total, después de muerto, nada peor te puede pasar.

Y fue de esta forma, como en la madrugada de un 23 de Mayo de 2009, el Cementerio de Villafría vio salir, camino de su antigua casa, al último muerto que esa noche se había levantado de su tumba. Caminaba tranquilo, alegre, paseaba disfrutando de la suave brisa que ya traía los aromas de un verano cargado de vida.

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