miércoles, 25 de noviembre de 2009

La guerra y las luces (1) Rui Díaz Correia


Otro niño. Tal vez debería haber sido una noticia desafortunada o recogida con un mínimo de algo parecido a la frustración o la impotencia. Iba a ser el sexto varón en una casa ya de por sí demasiado pequeña para tantos pequeños. Una casa que ni siquiera la imaginación se permitiría hacer más grande. Otro niño. Pero no hubo rastro de amargura en sus caras al conocer la noticia. Si no hubiese sido injusto con sus otros hijos e incompatible con la función de una madre, Elena hubiese podido asegurar que algo le decía, igual que el click de un reloj de pared antes de tañer sus campanadas, que David, su David, iba a ser importante. Una madre jamás diría que quiere a uno de sus hijos por encima de los demás, pero si de algo sí podría estar libre de pecado era de recopilar esperanzas. Es lo que ocurre con los últimos hijos, como David, rodeados de hermanos, que en cierto sentido nacen ya viejos, pues con ellos sólo se cometen viejos errores, sólo llevan ropa y libros usados e incluso tienen que desempeñar viejos papeles para la familia: el papel del menor, con apuntadores rancios y guiones casi borrados. Entonces, para hacerles especiales (pues no hay nada viejo que pueda ser especial), se recogen las esperanzas que fueron depositadas en los hermanos mayores y todas juntas se le dan al pequeño. El primogénito iba a ser el fuerte, el que trabajaría en la empresa familiar y sacaría a flote el apellido paterno. El segundo, gracias a la ayuda del primero por quitarle responsabilidades, sería futbolista o como mínimo bueno en algún deporte; famoso, grande. El tercero sería empresario. El cuarto trabajaría con el cerebro y con el corazón, tal vez sería maestro, que eso de la poesía no daba para comer. Y el quinto, por haber nacido ya en una edad en la que Elena y su marido se sabían no tan jóvenes, sería médico, para tener alguien que pudiera cuidarles unos años en adelante. Y entonces llegó David, inesperado, pero esperanzado, y lo revolvió todo. Los demás ya eran lo suficientemente mayores, numerosos y con las diferencias de edad adecuadas como para construir de por sí una pequeña familia estructurada e independiente, así que David nació con cerca de seis padres y una madre por la que enseguida supo que podría dar la vida.
- Míralo, Manuel –decía Elena–. Mira sus ojos. Nos reconoce sin habernos visto antes. Sabe que somos su familia. David, mírame tú ahora a mí. Nosotros somos tu familia. Y tú, tú… tú puedes ser cualquier cosa.
Y David, con tan sólo minutos de vida, supo que su madre decía la verdad.

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